En cuclillas
Vivo en un país donde el viento es caliente y aromático, donde el sol es soberano y regula la vida de las personas. De noche la presencia del sol también se siente, ya que no quiere perder el protagonismo que millones de años le costó construir.
Aquí se mezclan ingredientes que en otros países serían incompatibles: costumbres viscerales, dioses inentendibles, colores inflamables y ceguera selectiva colectiva. No quiero encontrarle el método a esta locura, solo me obsesiona contemplarla lo más de cerca posible, pero sin que me hiera de muerte.
En esta tierra, que lleva a cuestas rastros de sangre fresca, la gente tiene una paz poco natural, incompatible con la vorágine de sus calles. Todo es intenso, pero la gente no lo es. La calle es escandalosa, pero sus humanos son avasallados constantemente sin mostrar la menor resistencia.
En el país del viento caliente no se puede traspolar la suma de las individualidades al ruido multitudinario de las calles, las manifestaciones y los mercados. Da la sensación de que los humanos que lo habitan no tienen nada que ver con el caos, el ruido y la mugre. Como si sus ciudades fueran caóticas por sí solas, empujadas por una maquinaria oculta y macabra.
En el país del viento caliente nada funciona como los occidentales esperan. Las expectativas son distintas. La vida tiene una cadencia particular, que se regula por alguna regla de la física que aún no ha sido descubierta y que involucra al destino y las ciencias oscuras.
Allí todo puede esperar, entre sus ciudadanos existe una tolerancia vital que parece ser otorgada en el mismo momento que el DNI.
En el país del viento caliente la gente suele esperar en cuclillas, en la calle o en su casa. Decenas de personas sentadas en el cordón de la vereda sin otra ocupación que la de mirar pasar la vida. Con la pera apoyada en una mano, escrutando el espacio como esperando encontrar, sin especial interés, alguna pelusa flotando.
Esperan algo que yo no estoy esperando, y capaz debería hacerlo. Estoy interesada en convertirme a ese culto, esa fe. Me gustaría ponerme en cuclillas en la vereda y, desde esa perspectiva, esperar mi sorpresa, mi propósito. Hay que saber esperar para ser una persona que está en paz.
Debido a haber pasado tanto tiempo en el país del viento caliente ya no recuerdo cómo es vivir en mi país. No me acuerdo de qué se ríe la gente, de qué está compuesto el murmullo en un restaurante lleno, cuál es la queja que está de moda, ni qué se le dice al colectivero cuando uno sube.
Me cuesta volver a imaginarme viviendo en mi país vacío, pero más que nada porque tengo una disyuntiva sangrante: me niego a dejar de ser la persona que me convertí en el país del viento caliente.
Me da miedo volver a las mismas conversaciones, a las comidas condimentadas igual que siempre, a caminar las mismas cuadras. Tener que encajar a ese lugar que dejé, pero ahora ya tengo otra forma, y ese lugar ya no es más mío. El hueco sigue ahí, pero ya no entro, ahora soy amorfa, me volvieron a diseñar pero en una dimensión que no existe. Soy al derecho y al revés al mismo tiempo. Pero la persona que se fue no volvió, ni va a volver. Se quedó flotando, etérea, en la comodidad del viento caliente.