En cuclillas

1-DSC_1220Vivo en un país donde el viento es caliente y aromático, donde el sol es soberano y regula la vida de las personas. De noche la presencia del sol también se siente, ya que no quiere perder el protagonismo que millones de años le costó construir. 

Aquí se mezclan ingredientes que en otros países serían incompatibles: costumbres viscerales, dioses inentendibles, colores inflamables y ceguera selectiva colectiva. No quiero encontrarle el método a esta locura, solo me obsesiona contemplarla lo más de cerca posible, pero sin que me hiera de muerte. 

En esta tierra, que lleva a cuestas rastros de sangre fresca, la gente tiene una paz poco natural, incompatible con la vorágine de sus calles. Todo es intenso, pero la gente no lo es. La calle es escandalosa, pero sus humanos son avasallados constantemente sin mostrar la menor resistencia. 

En el país del viento caliente no se puede traspolar la suma de las individualidades al ruido multitudinario de las calles, las manifestaciones y los mercados. Da la sensación de que los humanos que lo habitan no tienen nada que ver con el caos, el ruido y la mugre. Como si sus ciudades fueran caóticas por sí solas, empujadas por una maquinaria oculta y macabra. 

En el país del viento caliente nada funciona como los occidentales esperan. Las expectativas son distintas. La vida tiene una cadencia particular, que se regula por alguna regla de la física que aún no ha sido descubierta y que involucra al destino y las ciencias oscuras. 

Allí todo puede esperar, entre sus ciudadanos existe una tolerancia vital que parece ser otorgada en el mismo momento que el DNI. 

En el país del viento caliente la gente suele esperar en cuclillas, en la calle o en su casa. Decenas de personas sentadas en el cordón de la vereda sin otra ocupación que la de mirar pasar la vida. Con la pera apoyada en una mano, escrutando el espacio como esperando encontrar, sin especial interés,  alguna pelusa flotando. 

Esperan algo que yo no estoy esperando, y capaz debería hacerlo. Estoy interesada en convertirme a ese culto, esa fe. Me gustaría ponerme en cuclillas en la vereda y, desde esa perspectiva, esperar mi sorpresa, mi propósito. Hay que saber esperar para ser una persona que está en paz. 

Debido a haber pasado tanto tiempo en el país del viento caliente ya no recuerdo cómo es vivir en mi país. No me acuerdo de qué se ríe la gente, de qué está compuesto el murmullo en un restaurante lleno, cuál es la queja que está de moda, ni qué se le dice al colectivero cuando uno sube. 

Me cuesta volver a imaginarme viviendo en mi país vacío, pero más que nada porque tengo una disyuntiva sangrante: me niego a dejar de ser la persona que me convertí en el país del viento caliente. 

Me da miedo volver a las mismas conversaciones, a las comidas condimentadas igual que siempre, a caminar las mismas cuadras. Tener que encajar a ese lugar que dejé, pero ahora ya tengo otra forma, y ese lugar ya no es más mío. El hueco sigue ahí, pero ya no entro, ahora soy amorfa, me volvieron a diseñar pero en una dimensión que no existe. Soy al derecho y al revés al mismo tiempo. Pero la persona que se fue no volvió, ni va a volver. Se quedó flotando, etérea, en la comodidad del viento caliente. 

El trencito de la alegría

En este post yo conté una vez la ida en tren a Varanasi, pero lo que me faltó contar fue la vuelta.
La pasamos bomba en Varanasi durante 3 días. Llegó el domingo a la noche y nos teníamos que ir a la estación de tren para volvernos a Delhi. Cuestión que salimos del hotel, que quedaba muy cerca del Ganges, y tuvimos que caminar por unas callecitas angostas, de noche. Nos perdimos, había olor y caminamos en círculos sobre basura y alimañas que no podíamos ver. La aventura del hombre.
India asusta más que nada por lo que te entra por los sentidos, es un lugar donde las cosas terribles están muy a la vista, al contrario del resto del mundo dónde esas cosas se tapan o se marginan. En India no hay ni capacidad para hacerse cargo de lo terrible, menos que menos para esconderlo. Por suerte el alumbrado público no es el fuerte en Varanasi así que caminamos rapidísimo si ver nada, pero con suposiciones espantosas.
Llega un punto en el que muy pocas cosas te asustan, y en ese momento nuestro miedo era perder el tren. Finalmente llegamos a una calle transitada y nos dividimos en dos rickshaws. Viajamos a toda velocidad por las calles más caóticas que vi, con música de Bollywood de fondo y luces de boliche que el mismo conductor había instalado hace poco. Rickshaw tuneado, deluxe.
Llegamos a la estación de tren, repleta de gente que cargaba bártulos de todo tipo. En India la gente está constantemente transportando cosas: bolsas, bolsitas, valijas del año cero, paquetes de plastico con mil paquetitos  de colores adentro, garrafas, escobas, ramas, muebles, the sky is the limit.
Dos cabras se peleaban por una botella de plástico, mujeres con saris sentadas en cuclillas, señores que nos sacaban fotos con el celular y millares de niños pidiéndonos cosas nos rodearon durante un buen tiempo en el andén.
Llegaban y salían trenes en todas las direcciones. Preguntamos mil veces si estabamos en el andén correcto y nos dijeron varias veces que sí y otras tantas que no. Las certezas no son el fuerte de los indios.
Mientras esperábamos, rogando a Ganesha estar en el lugar correcto, vimos la luz de una locomotora que se acercaba.

Tengo años de tren San Martín encima, de subirme colgada en hora pico. Tengo muy vívida esa sensación de no saber dónde empieza mi cuerpo y dónde termina el de la persona de al lado, que -muchas veces- ha tenido olor a vino. Pero les juro que nunca había visto algo así, NUNCA ese nivel de desgobierno.
El tren frenó y todos los personajes que mencioné anteriormente, esos cientos que nos acompañaban en el andén, empezaron a subir al tren de manera desesperada. Pero nos estamos olvidando de algo, en India hay muchas personas, y es vital que la gente que tiene que bajar lo haga para que los otros puedan subir.
Todo fue un griterío, una pelea digna de Marimar que se repetía en cada puerta del tren. Se escuchaban los aullidos de las personas que querían bajar y los insultos de los que querían subir. Discusiones. Gente que tiraba los bolsos hacia adentro, rompiendo cabezas. Manicomio total y ganas de agarrar un megáfono y empezar a dar órdenes.
Miré esta escena por 5 minutos, con la mandíbula por el piso. Me di vuelta y me reí mucho al ver las caras de mis amigos: 1 sueco, 1 noruega, 1 polaca y 1 alemán. Todos miraban como si se les estuviera incendiando la casa con sus familias adentro. Tesoros del primer mundo, nunca creyeron que algo así pudiera suceder en la vida real. Si, chicos, a veces las masas no usan la cabeza.
Mi instinto savage, Latinamerican style, me hizo despertar del letargo y les dije: «Esto debe de pasar siempre, subamos como podamos porque el tren se va a ir».
La ventanas de los trenes tienen rejas, así que meterse por ahí no era una opción. Me empecé a acercar a la puerta por la que nos correspondía subir y arranqué a empujar (gracias SanMar por todas las horas de viaje en las que me diste lecciones de supervivencia), mientras mis amigos me decían que ya iba a venir un guarda o alguien a arreglar el caos. Que tranquilidad vivir creyendo que va a venir alguien a arreglar las cosas, pero en el tercer mundo eso no pasa chicos.
Me sentí la tigresa Acuña, metiéndome entre 10 indios que no se si querían bajar o subir del tren. La ley de la jungla. A todo esto mis amigos me siguieron, pero me miraban preguntándose en qué condiciones viviría en mi país de origen y si alguna vez habría cazado animales salvajes para alimentarme. El tren arrancó y muchos pasajeros seguían bajando.
Nunca vi un conjunto tan apiñado de seres humanos. Con las dos manos cruzadas sobre el pecho y la mochila en la espalda avancé por un pasillo repleto de gente, mientras un chiquito – que no sé cómo conseguía oxígeno para respirar- me agarraba la pierna y gritaba «Buki buki» (significa hambre). Le dije que después, en inglés, no se si me entendió o comprendió que no podía ni con mi propia vida en ese instante. Frotándome con cuanto ser humano había en el camino avanzamos unos 5 metros, luchando cuerpo a cuerpo, hasta que llegamos a nuetros asientos-camas. En el espacio donde estaban las camas, 3 de cada lado, pegadas a la pared, habían unas 50 personas entre el piso y el techo. Todavía no entiendo porque no filmé este episodio.
En toda multitud india siempre hay muchos curiosos que miran, uno que quiere mandar y también alguno que quiere hablar en inglés con extranjeros. Un señor, que estaba pegado a mi, me preguntó si esos eran nuestros asientos y le dije que sí, entonces prontamente empezó a gritar en hindi y nos desalojó el espacio lo más que pudo. Igual era suficiente porque aún no nos queríamos ir a dormir y podíamos compartir nuestros asientos hasta que se hicieran cama.
Nos sentamos y nos empezamos a reir como hienas, no nos quedaba otra opción. Mientras, el tren tomaba velocidad y el espacio se despejó bastante, como si todas las personas hubieran encontrado sus asientos.

El tema con India es que -no sabés cómo- pero las cosas encuentran su camino, no siempre de manera convencional, pero van.

El color

1-DSC_0131Capaz era India la que me inspiraba a escribir. Ese maremoto de pensamientos y sentimientos con los que llegaba de la calle todos los días era muy buen material para plasmar en la hoja en blanco.

Capaz por eso no escribí más este blog, porque no tengo más la inspiración India de ese caos que te empujaba, estuvieras de acuerdo o no.

A veces pienso que hubiera sido mejor no ir. Son flashes en los que creo que todo lo que viví en India me dificultan la vida cotidiana o llamémosla «vida normal» de Buenos Aires. Encontré algo que fue un momento, algo que hoy no es real, y el peligro es que me quiero seguir rigiendo por esas reglas.

Al volver tuve que redefinir patrones de comportamiento: frenar las ganas de sacarme los zapatos cada vez que entro a una casa, cruzar la calle como se debe, perder el miedo a tomar agua de la canilla, notar que acá no se vive con chirolas y no saludar en inglés cada vez que entro a un negocio. Ahora sé que puedo sobrevivir a más de 12 horas sin luz, que ya no hay multitud que me parezca lo suficientemente grande, que puedo soportar el calor de Buenos Aires en enero como si nada, y que un virus estomacal indio no pudo conmigo.

Hablando con muchos de mis amigos llegamos a la conclusión de que la mayor tara mental que nos quedó a todos los que vivimos en India es saber que, a miles de kilómetros de distancia, están pasando cualquier cantidad de cosas fantásticamente locas y no estamos ahí para verlas. Es la sensación de estar perdiéndonos de algo bueno. A todos nos quedó una fascinación poco sana por el subcontinente indio y hablamos entre nosotros para no torturar a la gente que nos ve todos los días.

Me pasa que ahora veo indios en todos lados. Una amiga argentina que conocí en Delhi me dijo: «Vas a ver que cuando salgas de India, te vas a cruzar a indios que antes no veías». Dicho y hecho. Hace poco fui al Coto que está en Plaza Italia y había una mujer india vestida con un kurti haciendo las compras,  su niño con ojos delineados la miraba desde el changuito. Caminando por Santa Fe me crucé a un Sikh con turbante azul eléctrico, algo similar me pasó en el Barrio chino y hace unos meses en una calle poco transitada de Belgrano me quedé mirando a un vendedor de pashminas, indio él, con ganas de hablarle pero sin saber qué decirle. 

En India viajaba en subte y -como no entendía el idioma- leía o pensaba y las conversaciones de los demás eran sonido ambiente. La primera vez que me subí al tren San Martín después de mi vuelta de India, bajé aturdida y llena de información. Ahora entendía todo lo que la gente decía y mi atención iba de una conversación ajena a la otra. No pude dar vuelta la página de un libro en 50 minutos arriba del tren.

Lo que más me impacto de Buenos Aires fue la falta de color. Nadie se viste de naranja de pies a cabeza, y si alguien lo hiciera sería el raro del que todos hablaríamos. En India las mujeres no usan ropa de colores monocromáticos, todo es rosa, naranja, amarillo, verde, violeta y en tonos tan intensos que la sola idea de ponerte un sweater gris te hace parecer sin vida, sin alegría.

De la cocina picante no hay retorno, de ahora en más la comida no tiene mucho gusto que digamos. NO digo que no me haya comido un asado con muchísimo placer, pero considero que necesito pimienta en cada plato.

Las especias y el chili son como India, al principio te cuestan, te incomodan y hasta te hacen llorar, pero – no sé porqué- después te generan una dependencia rara, la sensación de que sin ellas te falta algo.

4 reasons to travel to India

VaranasiAbandoné este blog hace un tiempo, pero hace unos meses escribí esto en Medium y lo quiero compartir acá. Dice así:

A lot of people are afraid of India. I was afraid of India. Or -to put it this way- I was afraid of the idea I had of India, of the images I had seen on TV and the typical prejudices that haunt our minds.

I´m not that kind of person that came back from India after experiencing a religious or spiritual renovation, or that I went there seeking for a superior force or a contact with divinity. I just think that India -like no other country in the world- can add to your life thoughts, challenges and a needed different perspective that can definitely help in our daily lives.

1- India will make you PATIENT

In India nothing ever works as you want and when you want, ever. And because of that, India gives us a huge lesson on how to wait, how to stop and learn that now is not always the best way. In western big cities we value speed, everything must be now, in an instant, making us a little bit less humans, always rushing somewhere. A friend of mine usually says: “You have to learn to wait to be a peaceful person”, and I think that its absolutely accurate. From indians I´ve learn that even in the middle of a noisy traffic jam you can still be calm and accepting what you must go through. I also learned that in a chaotic situation, the most important thing is how you react.

In India you will realize that smiling, taking time to enjoy food, praying, meditating, having family time and singing are not supposed to be done in a rush, we have to take time to live and breath, to be patient and enjoy the way.

2- India will make you ADAPT

Lets generalize. We are spoiled, we are comfortable and -sadly- we have to put effort in order to have challenges in our daily lives. In most of our cities things work properly, but you´ll have to travel to India to even notice this. I´m telling you.

India teaches you that you have to adapt, to think out of the box and make your way through it anyway. One day you´ll have to go to work fighting with a small monsoon flood, some other day you will have a 10 hour power cut, discuss on the price of the rickshaw fare, or deal with monkeys in your balcony. When you face the street, you will be challenged by bicycles everywhere, people carrying sofas in the motorcycles, cows, traffic and all kind of awesome things that will demand an effort. A really rewarding effort to overcome what you are not used to, and learn a great deal in the way.

Like the Boy Scouts, India gives the lesson to be “always ready”.

3- India will give you PERSPECTIVE

“Like the rest of this country, don’t try to find method in the madness. Anyway, have fun”, says the book “Around India in 80 trains” by Monisha Rajesh. This quote really reflects how I see India. I believe its a country that puts you through tests every day, measuring your intelligence and your tolerance, but its a country meant to be loved and not understood.

Might sound like a cliche, but after a trip to Gandhi´s nation you will experience a new perspective on life. After spending some time there, your thoughts, attitudes and priorities will be slightly different than the ones you had back home. Facing poverty, pollution, the caste system and heart breaking situations in the streets, will change your perspective, or -at least- make you wonder about your life. You will realize that most of our daily “problems” are not such, that there is no point in living in a rush, and that even in the worst of times there is space for showing kindness to others.

4- India will enhance your SENSES

In India everything is intense. Life in the “subcontinent” is a treat to every single one of your senses. The spicy food, the colorful saris, the way they live their spirituality, the hectic traffic, the beat of Bollywood songs and the smells in the street will make you feel, taste and experience a new flavor of life you didn’t know it existed.

If you want to have vibrant experiences, go to India, where your senses are going to be continuously surprised. Follow the smell of spices, they will lead the way. Enjoy.

-Kapuscinski

DSC_0736Después de más de 10 meses y -lo que siento que fueron 3 vidas- cuento que me quedan 4 días en India y el reloj de arena ya se dio vuelta.

Trato de mirar todo, de no olvidarme de nada ni de nadie, de guardarme los ruidos y los olores en la cabeza, de estudiar los movimientos de la gente, la manera en la que hablan, para que India se quede un poco adentro mío, siempre.

En estos días me puse a pensar en el principio, en cuál fue el momento en el que decidí venir, en por qué India me pareció una buena idea. Y la respuesta es: no sé.

Siempre me encantó la frase: «El sentido de la vida es cruzar fronteras», de Ryszard Kapuscinski y la tomé de manera literal. Quería irme, necesitaba ver cosas distintas y salir de lo que ya conocía. Buenos Aires ya no me ofrecía nada. Sentía que vivía en piloto automático, que no aprendía, que nada me era un desafío. Pensé en la amplitud del mundo y en todo lo que no estaba viendo, todo lo que me estaba perdiendo, todo lo que no estaba haciendo porque tenía miedo, porque estaba cómoda. Y salté al vacío  y  me subí a un avión sólo con fe, con esperanza de que todo iba a salir bien, pero con muy pocas certezas.

Hoy, ya cerrando esta experiencia, me doy cuenta de que tenía que llegar a India, tenía que vivir 10 meses experimentando todo como si estuviera aprendiendo a caminar, era necesario que me enfrentara a este mundo tan distinto al mío. Sin saberlo y con sólo una corazonada, esta compleja nación llena de matices era lo que necesitaba.

Nos vemos pronto.

The final countdown

ImagenMi señor tío Fernando me envió -hace un tiempo ya- un artículo periódistico del New York Times en el que habla sobre los medios de comunicación en India y su falta de responsabilidad «social» a la hora de cubrir los verdaderos dramas de esta nación.

Me pareció muy interesante, porque el artículo relataba cosas que vi con mis propios ojos.  Los medios de acá se ocupan de los escándalos de las estrellas de Bollywood, algún que otro dato económico o chismes sobre Rahul Gandhi (el nieto de Indira y aspirante a presidente en las elecciones del año que viene).

En un país donde la miseria ya no llama la atención, se la baña con aceite hirviendo si una mujer no puede concebir un hijo varón y los número de excluídos son totalmente desconocidos por desinterés estatal, que los medios de comunicación pongan en tapa el nuevo corte de pelo de Kareena Kapoor y no los 100 muertos en un delizamiento de tierra, nos pone a pensar.

Mientras leía estas líneas: «remarkably obvious is a serious lack of interest in the lives of the Indian poor, judging from the balance of news selection and political analyses in the Indian media», me acordé que hace unos meses me llamó la atención ver en una ínfima esquina de la tapa del diario «Indian Times», el titular de la muerte de 130 personas en un derrumbe. En cualquier parte del mundo, la muerte de 130 ciudadanos acapara la tapa de los diarios más importantes, pero en India solo alcanzó para una pequeña esquina, como un dato de color, o una anécdota.  El titular de ese día fue la fusión de dos mega joyerías indias, que gobiernan el inmenso mercado del oro. Noticia interesante para los ricos, los auspiciantes y los dueños del medio, con vidas diametralmente opuestas a la de el otro billón de indios.

Cambiando un poco de tema -pero no tanto- me fui a París una semana a trabajar y viajé con mi jefe indio. Tuve charlas muy interesantes y me intrigaba saber la postura que tiene un millonario indio hacia la realidad de su país.

Tratando de no ofenderlo y con argumentos de una sindicalista del ala dura, le dije que si en India se pagaran impuestos y existieran leyes que cuidaran a los trabajadores, sería un país distinto. 

Es un país dónde el 98% de la economía es informal: los almacenes están en la calle, la fruta y la verdura se compra a una persona con un carro en la vereda, salvo en el shopping nunca nadie me dio un ticket o recibo de nada.

Mi jefe me contestó que – de alguna manera- el «devolvía» plata al país. Su explicación fue la siguiente: India es un país corrupto, a mi nadie me exige que pague impuestos, pero se que una vez cada 2 o 3 meses va a venir un funcionario a amenazarme con cerrarme la oficina si no le doy unos 5.000 USD, entonces cada vez que le doy esa plata, es como un impuesto (?).

Me subió la sangre a la cabeza y sin control le dije: «Pero esa plata va a comprar una cartera Chanel para la mujer de un funcionario desvergonzado, esa plata no vuelve al país, no sirve para invertir en salud y educación. Es un círculo vicioso, es una crueldad, es una ineptitud.» Palabras textuales y me callé -de repente- porque una de las cosas que aprendí en este tiempo es que es difícil convencer a las personas de que la manera en la que les enseñaron o eligieron vivir no es la correcta, y en la mayoría de los casos no soy nadie para dar cátedra.

Sobre los derechos de los trabajadores no dijo nada, porque -creo- el considera que más que un salario el trabajador no necesita ni se merece nada más. El que está abajo es un ser al que hay que decirle que necesita y ponerle un techo sobre lo que puede alcanzar, no vaya a ser cosa que se rebelen y se acaben los bolsillos llenos de los de arriba.

Hace un par de meses echaron a una compañera mía de trabajo. Para hacerla corta, el tema fue así: Nos hicieron escribir a todos en un sobre anónimo cosas buenas y mala sobre todos los empleados de la empresa -los dueños incluídos- y todas las opiniones de leyeron en una reunión con la totalidad de los empleados presentes. Para mejorar, dijeron. Cuestión que esta amiga mía llegó última a la reunión, puso el sobre arriba de la pila y a la primera a la que le tocó pasar a elegir un sobre para leer fue a su jefa, que sabía que el sobre era de su insubordinada. No le gustaron las críticas hacia ella entonces cuando terminó la reunión le dijo a los dueños: «O la echan o me voy yo». A mi amiga la echaron de un minuto para el otro, sin explicaciones, sin indemnización y sin causa, por haber seguido una directiva que bajó desde los dueños de la compañía.

Con una prontitud que mereció el orgullo de Moyano, le dije a esta compañera: «Haceles un juicio». Se me quedó mirando anonadada y me dio una respuesta muy alejada de mi inocente pregunta: «No les puedo hacer un juicio porque no tiene sentido, ellos son ricos y yo no».

Y así me enseñó mucho, me dio una lección sobre esa crueldad india tan palpable para todos.

Me quedan 8 días en India. Nos vemos.

 

Despelote

Despelote«Like the rest of this country, don’t try to find method in the madness. Anyway, have fun». Así empieza un capítulo del libro: «Around India in 80 trains» y es una filosofía muy buena para adentrarse en la vida en este país.

¿Qué es India sin el caos? ¿Qué es el caos sin India?. Todo es parte de lo mismo.

El caos pone a la identidad de este país en jaque: hasta que punto India será siendo India y tendrá su encanto si el tránsito se calla, si la gente se ordena, si las mujeres dejan de usar saris de colores y se ponen trajecitos sastre grises, si todos dejan de comer con la mano, si las bicicletas no fueran más el latir de la calle.

¿Por qué tendrían que ordernarse 1.200 millones de Indios?. Alemania y Suiza ya existen, a ellos les corresponde dar ejemplo en perfección y minuciosidad, India está para otra cosa. India está para dar color, para mostrar al mundo y a todo el que pise esta tierra que no hay recetas y que nosotros no decidimos las cosas, que hay situaciones incontrolables, que las cosas pasan y hay que adaptarse.

No les voy a mentir, hay veces en que querés que todo se ordene, que la gente espere a que los otros se bajen para subirse al subte, que no hagan pis en la calle, que respeten las filas, pero hay veces en que ese desgobierno te gusta un poco. Seamos sinceros- vivir en el caos es mucho más fácil que vivir en el orden- el tema es que la mente occidental hace cortocircuito con la falta de respeto a las normas.

India te deseduca totalmente. Te encontrás cruzando la calle por cualquier lado -con una mano extendida como diciendole a todos los conductores que bajen la velocidad-,  ves natural que la gente escupa, comés con la mano, te peleás con el conductor del rickshaw por 10 míseras rupias, comprás comida en la calle y ya ni molesta que la gente se saque los zapatos en el subte.

Justamente por todo esto, cuando volví a Buenos Aires no lo podía creer. Iba en auto por la Panamericana y me sentía en Dusseldorf. No había gente en la calle, existe el cordón de la vereda, no hay basura, no hay cabras y vacas en el carril rápido de la autopista y es raro ver tracción a sangre.

Un poco me sentí Tarzán en la gran ciudad, adaptándome a modos que fueron míos y que en India no sirven. Modos con los que hice un bollo y revoleé a la basura, por lo menos para sobrevivir en la calle.

 

Miércoles: Ya 9 meses en India y hoy a la noche me voy a París, con escala en Moscú. Nos vemos.

Conversaciones

Santiago«Extraño mi casa y a mi mamá», me dijo mi compañero de trabajo -de 29 años- con el que estoy viajando desde hace dos semanas. Vale aclarar que esta confesión -hecha sin pudor o verguenza alguna- me la hizo a los 3 días de haber salido de India. Vinimos a un viaje por Buenos Aires, Santiago y San Pablo para visitar clientes y hacer nuevos negocios para la empresa en la que trabajo. Es increíble como – a través de mi compañero- India me sigue enseñando sobre sí misma y su idiosincracia.

Desde el minuto uno en que llegamos al aeropuerto de Delhi para empezar una travesía de más de 35 horas hasta Buenos Aires, me entregó su pasaporte, toda la plata para el viaje, los papeles de las reservas de los hoteles, la lista de las reuniones y la tarjeta de crédito de la empresa. Alejarse de India era suficiente para él y no quería responsabilidades. Va, más allá de su trabajo, no está acostumbrado a este tipo de responsabilidades.

El tema es que en India pasa lo siguiente: la gente de clase media y clase alta vive en su casa toda la vida, no se independizan o se hacen autónomos. Nadie se va a vivir solo, porque es una ofensa a la familia y cuando se casan, su nueva mujer se va a vivir a la casa de sus padres, con él. Son hijos perpetuos, los hombres nunca se van del nido dónde los sirvientes o mamá les planchan la ropa.

Por ejemplo, fui a la casa de mi compañero de trabajo porque desde allí nos pasaba a buscar el taxi para ir al aeropuerto. Después de traerme 3 vasos con diferentes bebidas -y mirarme de arriba a abajo como si fuera un alien sentada en su living- la mamá de mi compañero terminó de ARMARLE el bolso. Presencié como le metía pares de medias y calzones en la valija. El miraba. El huevón está pisando los 30 años.

Por eso al ver sus actitudes de infante durante el viaje, me cayó la ficha de que los hombres indios son siempre hijos y/o esposos. Siempre van a tener a una mujer que les haga las cosas. Ellos están para otras cosas, lo hogareño o lo cotidiano no les compete. El problemita de mi colega que -justo justo- se topó conmigo, y el pobre creyó que cual mujer servicial india, iba hacer sin chistar todos los mandados a los que él está acostumbrado. Puedo decir que lo eduqué un poco.

Además de todo vino con el mindset de que cómo no habla el idioma, está totalmente incapacitado (como si en las recepciones de  los hoteles no hablaran inglés y como si la palabra taxi no fuera tan común como decir Coca Cola). El colmo fue cuando – arreglando papeles que eran su responsabilidad- le pedí que llamara a la recepción del hotel y pida que nos manden un taxi. «Hacelo vos porque no me van a entender» – dijo el tesorito.

En Santiago fuimos a comer a un restorán, él se pidió un licuado y unas papas fritas con queso y «chile». No consideramos que cuando algo viene con chile también trae carne de vaca, cosa que los indios no comen. Mientras yo le explicaba a la moza que en ningún lado decía que el plato traía carne y que él no comía ese tipo de alimento, mi colega accedió a probarlo y engullir los pedacitos de carne vacuna.

Nunca en su vida comió carne de vaca y -más que un problema estomacal- consideré que le iba a significar un tema de conciencia, pero no lo pude disuadir. Capaz fue más un tema de orgullo que de verdadera convicción por comerse a su animal sagrado.

Le gustó la carne -obvio-  pero cuando terminó, miró el plato y miró el vaso del licuado (con leche) y con ojos desorbitados me preguntó: «No me va a pasar nada si como carne y tomo leche a la vez?».

Me reí mucho. Traté de entender su lógica de que demasiado producto de su vaca sagrada podía significar algún tipo de maleficio, indigestión símil sandía con vino, sobredosis, explosión estomacal como el cuento santafesino de los orejones y la jarra de agua, o castigo divino fulminante.

Después de reconfirmar unas tres o cuatro veces pareció quedarse más tranquilo, pero a la tarde me dijo que se sentía mal y se quedó todo el sábado y el domingo en cama. La cabeza la jugó una mala pasada con el tema de la carne. Aunque creamos que es fácil, saltearnos mentalmente nuestras propias barreras culturales puede ser difícil.

Sábado: Hoy volvemos a Delhi. Ya extraño India, aunque sé que me espera con 46 grados de temperatura.

 

La Mala Educación

ImagenNo, no voy a escribir sobre la película de Almodóvar. Voy a escribir sobre un episodio que acabo de vivir y que va a ser ilustrativo sobre la vida en India.

Acá muchas de las situaciones que se viven ponen (a los occidentales) en la siguiente disyuntiva: reirte a carcajadas, largarte a llorar cual infante o encontrar un bidón de nafta,  incendiar todo y correr como si no hubiera un mañana. Debido a las temperaturas que estamos manejando esta última opción sería un poco incómoda, más que nada por la imposibilidad de moversa más rápido que un caracol operado de la cadera.

44 grados. Salgo de trabajar y después de atravesar la ciudad -acariciada por un viento caliente que parecía escupido por un secador de pelo tamaño industrial- entro al «Sabzka Bazar» un supermercado a 5 cuadras de casa.

Acá no existen los supermercados grandes tipo Carrefour, todos son del tamaño de un típico «chino» de Buenos Aires. 5 pasillos y chau picho. Esta tienda amiga no llega a tener 20 metros cuadrados y tiene unos 25 empleados. Se los juro por un matambre a la parrilla.

Entré ilusionada- no se los voy a negar- pero adentro del Sabzka Bazar no había aire acondicionado. Agarré dos yogures, un pan lactal y algunas bananas ante la atenta supervisión de unos 4 o 5 empleados que vagaban por las góndolas buscando pelusas en el aire. A continuación  me puse en la fila para pagar. Va, acá las filas no son tales, son más bien un amontonamiento de gente en el que todos creemos saber el orden pero -generalmente- estamos equivocados.

En la caja estaba el cajero (valga la redundancia) y dos empleados de unos 17 años: uno embolsaba y el otro jugaba con el celular. También había una pareja de cincuentones que -no contentos con haber visto como pasaban sus alimentos por el scaner- chequeban que todos los productos del ticket estuvieran dentro de las bolsas antes de irse.

Fueron unos 7 minutos esperándolos mientras hacían un inventario de los víveres que ya habían elegido previamente. Los indios miraban el techo y esperaban mientras se les caían las gotas por las patillas y yo estaba al borde de revolear el pan, pegarle en la visera al cajero y huir a una velocidad indigna.

Respiré profundo y decidí reirme por dentro y disfrutar de esta situación típicamente india.

Esto no termina acá. A continuación en la «fila» estaban 3 jóvenes de no más de 25 años. Parece que por estos pagos no pegó la onda de agarrar todos los artículos y después ir a la caja cuando ya tenés todo. Dos charlaban y leían etiquetas de productos mientras un tercero iba trayendo cosas.

Cuando consideraron que no necesitaban más nada del súper, estos grosos de la vida se enfrascaron en una charla con el cajero. Nunca me había pasado de presenciar una conversación sobre el sentido de la vida en la caja de un supermercado, en la que los involucrados tengan la cabeza descansando en una mano y los codos apoyados en la plataforma donde se dejan los alimentos. A todo esto, los daminificados seguíamos cuál granaderos, soportando el calor con la sumisión al caos que todos los indios llevan en la sangre.

Sentí que envejecía en el «boliche» indio, me dio la sensación de que los yogures ya estaban cortados debido a la espera y – gracias a este temperamento que supe cultivar- le toqué el hombro a uno de los charletas y le dije (en inglés, pero se los traduzco): «Disculpen que los interrumpa, pero planean quedarse hablando mientras todos esperamos como unos idiotas?».

No se si entendían inglés, pero creo que se asustaron al ver mi cara. Al cajero se le desacomodó la visera, y empezó a fletar al trío, mientras los otros me miraban con ojos desorbitados.

Finalmente llegó mi turno y, con alegría, terminé en un segundo y me fui de ese purgatorio comercial.

Domingo. En la lucha. Como diría Asti: «Todo tiene un límite».